8 de junio de 2025
Vivir Pentecostés es algo tan simple como respirar.
Respirar consciente.
Aunque esto solo lo saben los sencillos de corazón,
no los sabios de este mundo.
¡Qué ciegos somos para comprender lo que vale de veras!
Si no respiro me muero;
si no abro mi puerta al aire del Espíritu Santo,
también me muero.
Y no sé cuál de las dos muertes es peor,
la del cuerpo que haya llegado a su límite
o la del alma que vaga desesperada y sin sentido
entre oscuridades.
Cuando sentimos miedo en la iglesia es porque nos centramos en nosotros mismos, caemos en mirarnos para dentro y nos da miedo la realidad.
Nuestra debilidad y los sufrimientos del mundo nos alarman, entonces buscamos seguridad y conservación. Pero eso dificulta anunciar el evangelio y obstaculiza nuestra propia realización como creyentes, apaga nuestra creatividad y nos cerramos a la Gracia.
Celebrar Pentecostés es creer que “otra Iglesia es posible”, que hemos de superar nuestros miedos para construir y ser la comunidad de la confianza, la que se arriesga en la misión y en el ejercicio de la misericordia. La que se descubre como levadura en medio de la masa y lleva la alegría del Evangelio.
Gracias Espíritu por las vocaciones al matrimonio
Gracias Espíritu por las vocaciones al sacerdocio
Gracias Espíritu por las vocaciones a la vida religiosa
Gracias Espíritu por las vocaciones al compromiso sociopolítico
Gracias Espíritu por las vocaciones evangelizadoras
Gracias Espíritu por las vocaciones al servicio de los últimos
Gracias Espíritu por las vocaciones al servicio de los enfermos
Gracias Espíritu por las vocaciones al servicio de la educación
Gracias Espíritu Santo porque sigues llamando para que descubramos nuestra vocación
Hoy, en el día de Pentecostés se realiza el cumplimiento de la promesa que Cristo había hecho a los Apóstoles. En la tarde del día de Pascua sopló sobre ellos y les dijo: «Recibid el Espíritu Santo» (Jn 20,22). La venida del Espíritu Santo el día de Pentecostés renueva y lleva a plenitud ese don de un modo solemne y con manifestaciones externas. Así culmina el misterio pascual.
El Espíritu que Jesús comunica, crea en el discípulo una nueva condición humana, y produce unidad. Cuando el orgullo del hombre le lleva a desafiar a Dios construyendo la torre de Babel, Dios confunde sus lenguas y no pueden entenderse. En Pentecostés sucede lo contrario: por gracia del Espíritu Santo, los Apóstoles son entendidos por gentes de las más diversas procedencias y lenguas.
El Espíritu Santo es el Maestro interior que guía al discípulo hacia la verdad, que le mueve a obrar el bien, que lo consuela en el dolor, que lo transforma interiormente, dándole una fuerza, una capacidad nuevas.
El primer día de Pentecostés de la era cristiana, los Apóstoles estaban reunidos en compañía de María, y estaban en oración. El recogimiento, la actitud orante es imprescindible para recibir el Espíritu. «De repente, un ruido del cielo, como de un viento recio, resonó en toda la casa donde se encontraban. Vieron aparecer unas lenguas, como llamaradas, que se repartían, posándose encima de cada uno» (Hch 2,2-3).
Todos quedaron llenos del Espíritu Santo, y se pusieron a predicar valientemente. Aquellos hombres atemorizados habían sido transformados en valientes predicadores que no temían la cárcel, ni la tortura, ni el martirio. No es extraño; la fuerza del Espíritu estaba en ellos.
El Espíritu Santo, Tercera Persona de la Santísima Trinidad, es el alma de mi alma, la vida de mi vida, el ser de mi ser; es mi santificador, el huésped de mi interior más profundo. Para llegar a la madurez en la vida de fe es preciso que la relación con Él sea cada vez más consciente, más personal. En esta celebración de Pentecostés abramos las puertas de nuestro interior de par en par