Santiago el Real

BOLETÍN PARROQUIAL No 171

27 de abril de 2025

A LA LUZ DE LA PASCUA…
Y DE LA PARTIDA DEL PAPA FRANCISCO.

¡Ahora sí! La Pascua ha llegado. Pero no como la esperábamos. La Pascua ha llegado como lo hace Dios casi siempre: sin ruido, sin imponerse. Se parece más a una grieta por donde entra la luz que a una trompeta resonando en el cielo.

Y en medio de ese silencio, la Iglesia entera ha recibido una noticia que nos sacude: ha fallecido el papa Francisco. Un pastor que no buscó protagonismo, sino cercanía. Un hombre que quiso llevar a Cristo a la calle, a la herida, al abrazo, al Evangelio hecho carne. Se ha ido justo cuando comienza la Pascua. Y esa coincidencia o ‘diosidencia’, no es menor.

Francisco creyó y vivió una fe resucitada. No ingenua, no triunfalista, sino concreta. Humana. Encarnada. Hablaba de ternura y de misericordia como quien ha llorado con los que sufren. Nos invitó a tocar las llagas del mundo, a caminar juntos, a no tener miedo de la periferia. Y ahora, en este tiempo pascual, su testimonio resuena como un eco firme: sí, se puede resucitar en lo cotidiano.

Resucitar es volver a amar cuando parecía imposible. Es reconciliarse después de años de heridas. Es mirar la vida con otros ojos. No con la ingenuidad del que niega la cruz, sino con la fe del que sabe que la cruz no es el final. Francisco vivió así. Hasta el último momento: con el Evangelio en la mano y el corazón abierto a todos. La Pascua no quita las heridas. Les da sentido. Y eso lo cambia todo..

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RESUCITAR EN LO COTIDIANO

La Resurrección se va gestando en silencio. En el paso del tiempo. En las pequeñas fidelidades. En la ternura que resiste. En el perdón que no se cansa. En las personas que, aún cansadas, siguen levantándose cada mañana y siguen eligiendo amar.

“Cristo ha resucitado, y con Él resucitamos todos. No dejemos que la oscuridad y el miedo nos detengan. El Señor va delante de nosotros y nos llama a caminar con esperanza”. (Papa Francisco).

La Pascua auténtica no ocurre en ideas abstractas, sino en personas, como el Santo Padre, que se dejan transformar en lo más cotidiano.

Los relatos pascuales no muestran grandes milagros. Muestran reencuentros. Caminos. Pan compartido. Voces que llaman por el nombre. Silencios que consuelan. Es en esos gestos donde se juega la Pascua. Porque Jesús no necesita convencer. Solo estar. No exige fe perfecta. Solo corazones que se dejen tocar.

He visto la resurrección muchas veces. En gestos pequeños. En reconciliaciones discretas. En lágrimas que sanan. En personas que, como Francisco, no necesitan aplausos para hacer el bien. La Pascua ocurre ahí: donde uno decide seguir amando, aunque ya no tenga fuerzas. Donde alguien elige la ternura en vez del juicio. Donde se elige el perdón sin condiciones.

También nosotros necesitamos resucitar con el lento renacer de la confianza. Después del dolor, del fracaso, del abandono… hay algo que se vuelve a levantar dentro. No se trata de borrar el pasado, sino de dejar que lo transforme la luz. Esa luz que nunca se apaga.

Hoy la Iglesia está de luto, sí. Pero es un luto con raíz pascual. No estamos frente a una pérdida solamente. Estamos ante una siembra. Francisco fue semilla de compasión, de valentía evangélica, de Iglesia en salida. Y ahora nos toca a nosotros, a ti, a mí, a todos, continuar ese camino.

Resucitar en lo cotidiano es vivir como él nos enseñó: con los pies en la tierra y el corazón en el Evangelio. Es creer que cada gesto de bondad vale la pena. Que el bien no se pierde. Que la ternura es más fuerte que la muerte.

Con la luz del Resucitado, Dios es capaz de tomar el dolor y convertirlo en consuelo. Capaz de tomar la muerte… y hacerla umbral de vida nueva.

 

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EL EVANGELIO DEL DOMINGO

Hoy, Domingo II de Pascua, completamos la octava de este tiempo litúrgico, una de las dos octavas —juntamente con la de Navidad— que en la liturgia renovada por el Concilio Vaticano II han quedado. Durante ocho días contemplamos el mismo misterio y tratamos de profundizar en él bajo la luz del Espíritu Santo

Por designio del Papa San Juan Pablo II, este domingo se llama Domingo de la Divina Misericordia. Se trata de algo que va mucho más allá que una devoción particular. Como ha explicado el Santo Padre en su encíclica Dives in misericordia, la Divina Misericordia es la manifestación amorosa de Dios en una historia herida por el pecado. “Misericordia” proviene de dos palabras: “Miseria” y “Cor”. Dios pone nuestra mísera situación debida al pecado en su corazón de Padre, que es fiel a sus designios. Jesucristo, muerto y resucitado, es la suprema manifestación y actuación de la Divina Misericordia. «Tanto amó Dios al mundo que le entregó a su Hijo Unigénito» (Jn 3,16) y lo ha enviado a la muerte para que fuésemos salvados. «Para redimir al esclavo ha sacrificado al Hijo», hemos proclamado en el Pregón pascual de la Vigilia. Y, una vez resucitado, lo ha constituido en fuente de salvación para todos los que creen en Él. Por la fe y la conversión acogemos el tesoro de la Divina Misericordia.

La Santa Madre Iglesia, que quiere que sus hijos vivan de la vida del resucitado, manda que —al menos por Pascua— se comulgue y que se haga en gracia de Dios. La cincuentena pascual es el tiempo oportuno para el cumplimiento pascual. Es un buen momento para confesarse y acoger el poder de perdonar los pecados que el Señor resucitado ha conferido a su Iglesia, ya que Él dijo sólo a los Apóstoles: «Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados» (Jn 20,22-23). Así acudiremos a las fuentes de la Divina Misericordia. Y no dudemos en llevar a nuestros amigos a estas fuentes de vida: a la Eucaristía y a la Penitencia. Jesús resucitado cuenta con nosotros.

 

Resucitado, es decir, lo experimentarán vivo en un encuentro de fe maravilloso, captan que hay un vacío en el lugar de su sepultura. Sepulcro vacío y apariciones serán las grandes señales para la fe del creyente. El Evangelio dice que «entró también el otro discípulo, el que había llegado el primero al sepulcro; vio y creyó» (Jn 20,8). Supo captar por la fe que aquel vacío y, a la vez, aquella sábana de amortajar y aquel sudario bien doblados eran pequeñas señales del paso de Dios, de la nueva vida. El amor sabe captar aquello que otros no captan, y tiene suficiente con pequeños signos. El «discípulo a quien Jesús quería» (Jn 20,2) se guiaba por el amor que había recibido de Cristo.

“Ver y creer” de los discípulos que han de ser también los nuestros. Renovemos nuestra fe pascual. Que Cristo sea en todo nuestro Señor. Dejemos que su Vida vivifique a la nuestra y renovemos la gracia del bautismo que hemos recibido. Hagámonos apóstoles y discípulos suyos. Guiémonos por el amor y anunciemos a todo el mundo la felicidad de creer en Jesucristo. Seamos testigos esperanzados de su Resurrección.

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