Santiago el Real

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Santiago El Real

BOLETÍN PARROQUIAL No 136

SANTA SEMANA SANTA:
“creer, esperar, amar”

Ya llega la Semana Santa. Santa será si hacemos nosotros algo para que sea santa. Sacamos a Cristo, a su Madre, a Dios… a las calles. Allí donde “no es políticamente correcto” decir que Dios existe; allí donde tampoco es correcto hablar de “entrega”, “servicio”, “dolor”, “amor de Dios”.

Qué bien lo expresó la Madre Covadonga el jueves en el Pregón de la Semana Santa:

“El amor es nuestro sacerdocio femenino, el que hace mucho que ejercemos. Pocas congregaciones estarán tan cerca de los sacerdotes como la nuestra, sobre todo del sacerdote diocesano. No es más grande el que está más arriba, sino el que sirve, ¡y son palabras del Maestro!

¿Cuándo será el día en que la Iglesia tenga altercados teológicos por ver quién sirve más?; ese día lejano será cuando hayamos entendido el Evangelio.

No necesitamos subirnos a un púlpito para hacer girar el mundo, porque el mundo se mueve por el impulso de los enamorados, de los convencidos, de los que siguen sin desaliento.

No han sido los primeros puestos el postureo, o los amplios ropajes, los que han hecho el mundo y la Iglesia, sino los santos de todos los tiempos.

Por este puesto si vale la pena pelear, sin movernos de aquel en que Dios los colocó, y orgullosos de ser cada uno de nosotros parte de ese engranaje: ¡Pasar haciendo el bien!”

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EL COFRADE
(según la Madre Covadonga en el Pregón de Semana Santa)

El cofrade, guiado por la seducción, está al pie de la querida Madre dolorida y del amado Hijo crucificado.

El cofrade, es ante todo un “seducido”, un “llamado”, un “sacerdote callejero”, que tiene en la calle su altar y su púlpito, y en el hábito cofrade su ornamento sacerdotal.

Y hoy, que se vacían las iglesias y las casas, y las calles se llenan, necesitamos de vuestro sacerdocio, ¡más que nunca!

Porque sin vosotros, habría muchos que no recibirían el primer anuncio de la fe, no conocerían el mensaje eterno del amor, mensaje tan necesario en esta sociedad que se deteriora por momentos.

En la liturgia callejera cabemos todos; no importa el color, no señalamos a nadie, ni medimos a nadie. Porque el único que tendría que señalar, se ha atado las manos a un madero para esperarnos hasta el agotamiento, y, yacente, las deja caer para que nosotros continuemos en su nombre; y si miráis las manos de la Madre, esas manos, solo suplican que sigamos, que la sigamos, como un manto gigantesco de pasión y devoción tras el Hijo que se le muere, tras de tantos hijos que la necesitan, que nos necesitan.

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EL EVANGELIO DEL DOMINGO

Hoy, en la Liturgia de la palabra leemos la pasión del Señor según san Marcos y escuchamos un testimonio que nos deja sobrecogidos: «Verdaderamente, este hombre era Hijo de Dios» (Mc 15,39). El evangelista tiene mucho cuidado en poner estas palabras en labios de un centurión romano, que atónito, había asistido a una más de entre tantas ejecuciones que le debería tocar presenciar en función de su estancia en un país extranjero y sometido.

No debe ser fácil preguntarse qué debió ver en Aquel rostro -a duras penas humano- como para emitir semejante expresión. De una manera u otra debió descubrir un rostro inocente, alguien abandonado y quizá traicionado, a merced de intereses particulares; o quizá alguien que era objeto de una injusticia en medio de una sociedad no muy justa; alguien que calla, soporta e, incluso, misteriosamente acepta todo lo que se le está viniendo encima. Quizá, incluso, podría llegar a sentirse colaborando en una injusticia ante la cual él no mueve ni un dedo por impedirla, como tantos otros se lavan las manos ante los problemas de los demás.

La imagen de aquel centurión romano es la imagen de la Humanidad que contempla. Es, al mismo tiempo, la profesión de fe de un pagano. Jesús muere solo, inocente, golpeado, abandonado y confiado a la vez, con un sentido profundo de su misión, con los “restos de amor” que los golpes le han dejado en su cuerpo.

Pero antes -en su entrada en Jerusalén- le han aclamado como Aquel que viene en nombre del Señor (cf. Mc 11,9). Nuestra aclamación este año no es de expectación, ilusionada y sin conocimiento, como la de aquellos habitantes de Jerusalén. Nuestra aclamación se dirige a Aquel que ya ha pasado por el trago de la donación total y del que ha salido victorioso. En fin, «nosotros deberíamos prosternarnos a los pies de Cristo, no poniendo bajo sus pies nuestras túnicas o unas ramas inertes, que muy pronto perderían su verdor, su fruto y su aspecto agradable, sino revistiéndonos de su gracia» (San Andrés de Creta).

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